jueves, 31 de julio de 2008

UN ABRIGO DE PAÑO ROJO

Junté coraje y decidí buscar mis pertenencias, las pocas que habían quedado en el departamento en que vivíamos con Manuel.
Tomé un taxi que olía a perro mojado. Bajé la ventanilla. El taxista debía darse cuenta de que olía mal pero parecía no importarle.
En el palier no había nadie. Subí. Entré. Todo olía a humedad y a sopa vieja. Los tipos no abren las ventanas, no ventilan, no dejan entrar el sol. Había ropa por todos lados: era evidente que Manuel disfrutaba de su estado de abandono, ahora sin culpa, sin que nadie le recordara que no tenía que dejar ropa mojada tirada por doquier. Me molestó el descuido del departamento. Aunque yo ya no viviera ahí, me parecía una profanación del lugar que habíamos habitado juntos.
En la alacena estaban los pocillos gemelos. Saqué uno de ellos, que se suponía era mío, lo golpeé contra la batea como si fuera un huevo duro, junté los restos, los tiré a la basura.
Abrí mi placard. Había quedado unas perchas, mi abrigo de paño rojo. Me había llevado toda la ropa y había dejado ese abrigo. No sabía la razón por la que había dejado ese abrigo. Una posibilidad: porque había pensado que era la manera de molestar a Manuel: que abriera la puerta del placard y viera el saco rojo, justo el que yo usaba en los inviernos de nuestros mejores años. Otra: que no podía enojarme completamente con Manuel, que de alguna manera sabía que su traición era un fallido más de nuestra relación e incluso que fuera él quien transgrediera nuestra lealtad era un hecho aleatorio: que bien podría haberme ocurrido a mí. No lo justificaba, lo detestaba por haber ocultado su relación con la tipa del club; pero pensaba qué hubiera pasado si el dueño de la perfumería, en lugar de un viejo feo, hubiera sido un tipo joven e interesante. Había sido fiel, pero había que considerar que yo era fiel como una declaración de principios, era fiel porque detestaba las ambivalencias, las medias tintas, las zonas grises; y yo sabía bien que Manuel las trasuntaba como un pez en el agua. Era esperable que, en el páramo que éramos los dos durante los últimos años, él hubiera elegido esa opción disponible.
Una tercera posibilidad era que no me lo hubiera llevado porque me recordaba dolorosamente los días de felicidad con él.
No sabía cuál era la razón por la que no me lo había llevado. Tal vez las tres lo eran. Lo que sí sabía era que iba a llevármelo en ese momento y que era lo último que me unía a Manuel: abrir esa puerta, retirar el saco rojo, ponerlo en la bolsa de ropa deportiva de Manuel, ropa que él había comprado después de nuestra separación, cerrar la puerta que una llave que desecharía en quince minutos, eran los últimos espacios que me vinculaban a Manuel. Empezó a dolerme el estómago. Cerré. Salí.
Abajo estaba el portero y lo saludé como siempre. Me saludó un poco más distante. Todo eso empezaba a ser parte de este presente de Manuel en que yo era una ausencia, y de este presente mío en que Manuel era una ausencia. Pero no podía llorar, no podía traducir esa imposibilidad del cuerpo, esa opresión permanente en un plexo imaginario que abarcaba toda una parte de mí en lágrimas, o gritos, o maledicencia. No podía nada. El rencor era un veneno que me horadaba a mí y no podía extirpar.
Entré al minimarket. También era la última vez que entraría allí. Seguía atendiéndolo Gastón.
-Hola, Berta –me dijo como si nos hubiéramos visto el día anterior.
-Qué escuchamos hoy?
-Nick Cave.
-Eficaz, Tiki Mayonesa. Quiero un aero y unas mentitas- dije sacando de mi billetera diez pesos. Me dio el chocolate y las pastillas.
Antes de que yo le explicara nada dijo hasta mañana, me apretó la mano en la que tenía el vuelto, mirándome como diciendo: ya sé, no digamos nada, ya sé que mañana no, pero hasta mañana, porque así es el agua y después de todo nadie va a decirme Tiki Mayonesa. Entonces un río de lágrimas vino a mí sin que pudiera poner un dique, empecé a llorar, lloraba y lloraba y Tiki Mayonesa traspuso el escaparate de vidrio, me abrazó y me decía está bien, ya va a pasar, y yo solamente pude decir ay, Tiki, yo lo quise tanto.

sábado, 19 de julio de 2008

CUARTO CRECIENTE

No extrañaba a Manuel. Era otra cosa. Como una secuencia fotográfica, en medio de mi trabajo, o en la pausa del café, aparecían ante mí las imágenes de los días de mi dicha con él: mi primera clase de buceo, las excursiones debajo del agua; el viaje a Mykonos, las calles minúsculas y sin cuadrícula, Manuel diciéndole a un nativo en un plato de trigo comen tres tigres, -para despistarlo y que el tipo no nos persiguiera para vendernos pinturas horribles-; bucear en el Egeo. La discusión con el dueño de la inmobiliaria, nuestra victoria; la pintura del departamento, los dos sucios, llenos de polvillo y látex barato, mal vestidos, besándonos en el intervalo que nos tomábamos para comer un sándwich y después seguir para que todo estuviera listo en dos días, el tiempo máximo que podíamos resistir antes de mudarnos. Los llamados por teléfono, a cada hora, con cualquier excusa.
Exhumaba los restos de mi pasado con un desgano difuso, un exorcismo que se articulaba más allá de mi voluntad con las vértebras de lo que habíamos atravesado juntos. Tenía una clara percepción de ese proceso. Me sabía un objeto, un material maleable por el impulso vital extrínseco e irrecusable del olvido. Como el deseo, como el agua, el desamor tenía su curso que me era ajeno e inmune. No dejaba de ser un alivio esa noción tan exacta. Eso me proporcionaba oxígeno para trasuntar las horas del día. No era feliz, no lo era más que antes. Pero sentía algo limpio y silencioso que iba corriendo dentro de mí llevándose los materiales tóxicos que habíamos aglutinado él y yo los últimos años. Es cuestión de tiempo, me decían mis compañeros de trabajo. Yo sabía que era verdad: que la herida cauterizaría por el mero decurso de las fases de la luna. Pero también sabía que el tiempo no me regresaría ese material de mí –órgano extremado de sí en la futilidad de la pasión- que me había permitido constituirme con otro. Porque una parte de mí no era sino a partir de Manuel. Entonces sabía que no iba a reconstituir mi vida de pareja con otro y no podía evitar un desaliento imbatible, un lugar que tenía ya identificado y hasta le había puesto un nombre: el cráter de mí.
Había que sumergirse y esperar, pensar en que en la tierra tal vez hubiera cuarto creciente.

miércoles, 16 de julio de 2008

LOS ESTADOS DEL AGUA

No me engañaba en cuanto a Calio. Sabía que me esperaban unos días de ausencia, o todos los venideros. No importaba si eran unos o todos.
Esa ciénaga duró unos días, hasta que pude ver que no había certidumbre posible, que lo único real era ese dolor que había que asir, dejar de hacerlo no era una opción disponible. Mis días con él habían sido una droga. Agua de lluvia. Un predio ficcional y lluvioso, esperado, sabido. Pero como toda droga, tenía el poder de proporcionar una visión del mundo completamente falaz.
Bellísima y falaz.
Entonces habíamos merodeado, nos habíamos olisqueado y presentido, querido y no querido, evitando todo el tiempo vadear la pérdida. Y ahora la pérdida estaba ahí, maciza, corpórea, y paradójicamente no sobrevenida del encuentro de los cuerpos sino de los extraños designios del agua. El regreso a Chile, a una mujer desconocida.
(...) Tenía claro que la pasión era una sustancia, no más que eso. Suministrada por otro, un detonador de endorfinas accionado con agua, con saliva, con palabras, con elemento dérmico, un campo de amapolas particular y exclusivo de dos, único de dos e irreversible.
Pero también en tanto propulsor de un mecanismo químico, reemplazable por una píldora habitual adquirible en comercios del rubro.
El Prozac es un intento de suplir el vacío, en el mismo plano que la máquina de Morel. Llenamos el universo de hologramas, nos bombardeamos sustancias químicas porque lo que no hay es el Otro, esa alteridad viscosa y necesaria que, excepto en intervalos mínimos, siempre va a faltar. (...)